Mujeres y archivos: Guardianas de la memoria y el tiempo
- Marisol Aguila Bettancourt
- 13 ago
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Actualizado: 14 ago

Por Marisol Aguila Bettancourt | Ensayos
Como las mujeres que cuidan las semillas para proteger el patrimonio cultural de sus comunidades, las documentalistas latinoamericanas que tienen incorporada la perspectiva de género en su mirada artística, están realizando un activo y profundo trabajo de recuperación de archivos fílmicos propios y ajenos, como si hurgaran en las profundidades del recuerdo para preservar la memoria y la cultura de nuestra región.
Devenidas en guardianas del tiempo, como nueva generación de jóvenes directoras se están conectando con imágenes del pasado haciendo lecturas del presente, como herederas de una cadena histórica de registros que buscan nuevos sentidos.
Recuperan imágenes para visibilizar las memorias que la historia oficial ha olvidado, principalmente de mujeres cuyas historias y testimonios requieren un lugar en la construcción colectiva del mundo, tanto a nivel del ámbito de la reproducción (privado), como de la producción (público). Muchas de ellas, rescatan archivos y películas domésticas cruzando lo personal con lo político, como históricamente nos enseñara la segunda ola del feminismo en los setenta: experiencias personales y familiares, influidas por acontecimientos políticos o estructuras de poder desiguales.
Otras guardianas de la memoria, escarban en imágenes descartadas, olvidadas o judicializadas para ponerlas al servicio de historias de otras mujeres relegadas a posiciones subalternas (como las privadas de libertad), múltiplemente discriminadas por su condición de género, clase u orientación sexual, en una lectura interseccional de categorías de opresión propias de la perversa alianza entre capitalismo y patriarcado.
Se trata de una generación de mujeres jóvenes que creció con mayor acceso a dispositivos de registro y cámaras domésticas grabándoles la vida y hoy tienen la oportunidad de rescatar sus videos familiares para reconstruir su propia historia y con ella, revivir una determinada época y destrabar los nudos que bloquean su linaje familiar, como en un ejercicio catártico de liberación y reordenamiento de flujos vitales identitarios.
En Chile, son varias las cineastas jóvenes que se han dado a la tarea de extraer del oscurantismo del tiempo rescates de otros momentos y otras historias, aquellas omitidas y silenciadas por discursos dominantes que no sólo se han impuesto por siglos, sino que tienen la despiadada y poderosa capacidad de reproducirse y enraizarse en las costumbres y prácticas socioculturales atrapadas por el poderoso sistema patriarcal.
Historia de mi nombre (2019) de la directora chilena con ascendencia mapuche Karin Cuyul (37 años) es una búsqueda de identidad personal y familiar a través de archivos, que en este caso no son propios, sino ajenos (porque no encontró testimonios de su infancia en Antofagasta y Chiloé, perdidos en un incendio o en la clandestinidad de sus padres revolucionarios). Con la valentía propia de esta generación de mujeres que desentierran secretos del pasado, Cuyul va descubriendo una historia familiar de resistencia a la dictadura que no conocía y es capaz de encarar a sus padres como un ejercicio de conformación de su propia identidad.
En su diversidad de estilos, temas y géneros cinematográficos (aunque predomina el documental autobiográfico), varias directoras chilenas se están ubicando en lo que desde una mirada interseccional podríamos llamar “los” cines de mujeres (porque no son encasillables en uno solo y son múltiples los factores sociales que los cruzan), con una mirada feminista que cuestiona la representación estereotipada de las mujeres y visibiliza su situación de desigualdad estructural y transgresión de sus derechos, en tanto colectivos históricamente discriminados.
En su ópera prima Malqueridas (2023), que se llevó el premio a la Mejor Película en la Semana de la Crítica de Venecia, la directora Tana Gilbert (33) subvierte el orden tradicional del registro audiovisual en que un director o directora filma a sus protagonistas; en este caso son mujeres privadas de libertad que han debido maternar tras las rejas quienes grabaron su situación de encierro con sus pequeños hijos e hijas desde sus propios celulares, evidenciando su lugar de enunciación desde su especificidad subalterna y marginada.
No estuvieron expuestas a la observación de un otro que las filmara, sino que fueron ellas mismas las que definieron qué encuadrar desde su valiosa perspectiva, lo que permite al espectador conocer en carne viva un cine de lo real emotivo y sensible, provisto de profunda verdad. Un aspecto especialmente reivindicativo de la mirada de las mujeres privadas de libertad, es que la trama vivencial desde la cual arman sus experiencias y recuerdos y construyen el relato colectivo, es de ellas y no de quien pudiera observarlas desde fuera del encierro.
En Malqueridas se explora e instala el autorregistro como una reivindicación política: registrar con la propia mirada y ser las protagonistas de sus propias historias, en la convicción de su directora de que cuando narramos el mundo, nos apropiamos de él. En este caso, las imágenes de mujeres privadas de libertad que viven con sus pequeños hijos e hijas tras las rejas son prohibidas, clandestinas, por lo que el equipo tuvo el cuidado de darles uso sólo cuando sus dueñas ya habían abandonado la cárcel para evitar represalias. (En la actualidad, una ley prohíbe el uso de celulares en las cárceles chilenas, que si hubiera estado vigente cuando se hizo la película, no habría posibilitado la recolección de archivos filmados tras las rejas).
Son archivos captados en la intimidad cotidiana, cuando ellas cocinan, bañan a sus hijos, celebran sus cumpleaños con lo que tienen, las encierran o se vinculan con otras compañeras de celda que se transforman en sus parejas para enfrentar juntas el dolor de la privación de libertad. La reclusión se siente con mayor intensidad todavía cuando se cierran las puertas de la pieza cada noche; los pequeños se dan cuenta que los van a encerrar y llaman a la “cabo” (dramáticamente una de las primeras palabras que aprenden al adquirir lenguaje) para que no lo hagan. Son niños y niñas que, por las circunstancias de vida de sus madres, también están presos y son condenados al encierro hasta que cumplen dos años, luego de lo cual viene la brutal separación de sus madres. Algunos serán cuidados por sus familiares (si es que los hay), otros institucionalizados y otros desaparecerán para siempre de la vida de sus progenitoras.
El vínculo entre el equipo que grabó la película y distintas madres privadas de libertad que sufren una triple condena (penitenciaria, social y personal) surgió a partir de talleres que permitieron acercarse a su realidad y que ellas confiaran el material de archivo de sus celulares. Así lo hizo Karina Sánchez, privada de libertad cuya voz en off representa a un único personaje en el documental que reúne los testimonios de una veintena de mujeres sobre su dura experiencia de vivir su maternidad en prisión, que tiene una dolorosa especificidad de género. Ella finalmente se integró al equipo como co-guionista, tal como Ana Cabrera -otra mujer privada de libertad- se convirtió en productora de las imágenes que se recuperaron de redes sociales y sirvió de enlace con mujeres que recuperaron su libertad.
Dados los roles de género patriarcales que persisten en nuestra sociedad, la ausencia de las mujeres en su vida familiar mientras están recluidas tiene un impacto diferenciado entre hombres y mujeres, que es más profundo y los hijos quedan más expuestos a caer en una vida delictiva, en el caso de ellas. Por ello han surgido algunas propuestas de ley para la aplicación de penas no privativas de libertad para mujeres que delinquen (principalmente por narcotráfico) que tienen hijos.
Dramáticamente, las mujeres encarceladas suelen no recibir visitas, a algunas las esposan durante el parto presuponiendo que usan drogas, crían a sus hijos confinados, enfrentan el traumático momento de la separación, no saben si sus hijos están yendo al colegio o comiendo lo suficiente cuando están afuera, muchos de ellos son llevados a instituciones y muchas mujeres no logran recomponer el vínculo una vez salidas de prisión.
En el caso de la ópera prima Visión nocturna (2019), la realizadora Carolina Moscoso (39) aborda el persistente cuestionamiento a las mujeres víctimas de violencia sexual, la impunidad de la justicia patriarcal, la violación como espectáculo en el cine tradicional desde la mirada masculina, a partir de su propia vivencia de agresión sufrida en una playa años antes.
Confrontando el silencio histórico de las mujeres frente a las agresiones sexuales, Carolina propone nuevos lenguajes audiovisuales a partir de archivos “incorrectos” y “sucios” grabados desde su celular desde que tenía quince años (que totalizaron entre 150 y 200 horas de grabación y fueron condensados en dos meses de visionado, en que vio pasar su vida en imágenes) y aun ni imaginaba que sería cineasta. Al revisar esas imágenes se dio cuenta de que estaban cargadas de emociones, mucho más de lo que lo estarían unas imágenes perfectas, porque no pasaban por el análisis de una técnica dogmática o por lo correcto o incorrecto según el canon cinematográfico.
En los primeros cinco minutos de Visión Nocturna, la directora lanza una bomba explicitando que el filme se tratará de la violencia sexual y lo hace a través de la explotación de la luz, con imágenes que quedan sobreexpuestas, reventadas, con un brillo encandilador, sin nitidez, en penumbras, derechamente en la oscuridad total o usando “nigt shot”, lo que le da el nombre a la película.
Los textos sobreimpresos en la pantalla y la voz en off junto a imágenes provocadoras y sucias liberadas del modelo audiovisual impuesto, son una forma de narrar el silencio histórico que han sufrido las mujeres frente al delito de violación, para transformarlo en un viaje de dolor que se transmuta en aullido liberador.
Ganador de la Competencia Internacional del Festival de Cine de Marsella en 2019, el documental Visión nocturna se inscribe con propiedad en un cine feminista, tanto en la forma por su apuesta experimental con la luz y puesta en escena sucia e incorrecta, como en el discurso que rompe con los estereotipos de género de lo que se espera debiera ser una mujer víctima de abuso sexual.
A partir de la ruptura formal y discursiva, la película chilena más feminista del último tiempo logra una experiencia emancipadora de la estructura masculina de enunciación, convirtiendo la posición de víctima de una mujer violentada sexualmente en un sujeto político que se resiste a encasillamientos de la justicia, a partir de la propia vivencia de distintos tipos de violencia (sexual, institucional).
El tratamiento de los archivos adquiere una dinámica diferente en aquellas realizadoras que tienen incorporados los “lentes violeta” de la mirada de género y el análisis interseccional (factores sociales como el género, clase social, orientación sexual, raza y etnia interactúan generando discriminaciones múltiples), no sólo en relación a las películas familiares, el autorregistro o las imágenes que no califican como limpias y ordenadas; también en traumas colectivos, en que el cine se transforma en antídoto contra la impunidad, al menos en términos simbólicos.
En el caso del documental El cielo está rojo (2020), la joven directora chilena Francina Carbonell (32) hace una reinterpretación de las imágenes de archivos judiciales por el caso de la muerte de 81 personas privadas de libertad por el incendio de la Cárcel de San Miguel en 2010, que evidenció las persistentes condiciones de hacinamiento y sobrepoblación de las cárceles chilenas, y los discursos clasistas y de aporofobia de una parte importante de la opinión pública.
Tan dolorosas como necesarias de ver son las imágenes de archivo a las que tuvo acceso Francina Carbonell (supuestamente públicas), después de insistir dos años para conocer la carpeta judicial de la causa de personas que murieron calcinadas, en que el documental le devuelve algo de reparación simbólica a sus familiares que siguen clamando por justicia, en un proceso que culminó en impunidad.
El que partió como una tesis de la Universidad de Chile, se convirtió en la dirección de Francina y de su equipo en un documento con ribetes históricos premiado en Guadalajara, FicValdivia, Fidocs, que a entonces once años de la tragedia indagó en las torpezas y fisuras del sistema penal que evidenciaron los archivos, más que por lo que mostraban, por lo que ocultaban: la deshumanización del trato hacia personas que al cumplir su condena sólo debieran quedar privadas de la libertad de movimiento y no del resto de sus derechos humanos.
Una escena especialmente violenta por su alta carga simbólica es la de la cámara de seguridad apuntando y haciendo un zoom deliberadamente al suelo del patio de la prisión durante el incendio, en vez de ampliar y acercar la mirada hacia la torre que se estaba quemando. La desidia e indolencia de los gendarmes es abrumadora, como si los privados de libertad tuvieran menos derechos que tienen todas las personas por el solo hecho de ser humanas.
Archivos judiciales, imágenes de cámaras de seguridad, videos de los peritajes (donde los internos difícilmente podían dar libremente su testimonio delante de gendarmes, por riesgo de represalias), videos y fotos de celulares de los internos y de sus familiares, y hasta de vecinos que llamaron a los bomberos durante el siniestro, componen la política de las imágenes de El cielo está rojo, en que se excluyeron deliberadamente representaciones de fallecidos.
Su acercamiento inicial a las familias de las víctimas, a través de la organización social 81 razones, es una de las características del proceso de producción de la película que la inscribe en una particular manera que tienen muchas de las realizadoras de enfrentar temáticas complejas, que en este caso buscó no revictimizar a los familiares. Hay una sensibilidad de género hacia el dolor ajeno especialmente cuidadosa de parte de las mujeres directoras.
Ya sea en el trabajo con películas familiares, archivos perdidos a lo largo de la historia, imágenes desechadas por otros o no valoradas por no cumplir con estándares técnicos, coincidentemente la mayoría de quienes han hecho el ejercicio de rescate en el cine latinoamericano en el último tiempo son mujeres directoras, que encuentran en la recuperación de los archivos una forma de resguardar su historia familiar, comunitaria o de la micropolítica, actuando como guardianas del tiempo y la memoria a través de las películas documentales.
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