Sara Gómez y el derecho a quererlo todo
- Maria José Merino
- 4 abr
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Actualizado: 5 abr
Por María José Merino | Ensayos

El rostro de Sara Gómez quedó grabado en mi memoria antes incluso de conocer su obra, gracias al montaje de mi escena favorita del cortometraje Salut les Cubains! de Agnès Varda, donde aparece Sara sonriente, bailando chachachá. Coincido con Varda cuando describió a quien sería su asistente de dirección y la primera gran cineasta cubana como “la petite Sarita, de rostro generoso”.
Y, en efecto, la expresión de Sara Gómez no solo se reflejaba en sus gestos, sino también en su quehacer cinematográfico, marcado por una asombrosa generosidad a partir de la cual germinan intensos vínculos entre ella, sus personajes y las personas espectadoras. Su cine dialoga con la sociedad cubana de la mano de la Revolución, pero sin panfletos desprovistos de crítica en el horizonte.
Formada en el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) en los años del triunfo revolucionario, Gómez dirigió más de una quincena de cortometrajes documentales en la década de los 60, explorando una extraordinaria diversidad de formas y dispositivos cinematográficos. Su prolífica trayectoria culminó con De cierta manera, un largometraje híbrido que, aunque no pudo terminar debido a su prematura muerte, la consagró en la historia del cine como la primera mujer cubana, y una de las primeras mujeres negras en el mundo, en dirigir un largometraje.
A Sara parece no haberle inquietado el paso del tiempo ni los límites del cuerpo, las fronteras o los dogmas que intentaron encerrarla en un solo molde de pensamiento revolucionario. “La petite Sarita” se despidió joven, con poco más de treinta años, vencida por el asma crónica tras haber fumado tabaco negro, haber sido madre tres veces, militante siempre y cineasta sin tregua. No temió a los bordes de su época y habló no solo de la lucha de clases, sino también de cómo esta no puede existir sin la lucha antirracista y feminista, causas apenas consideradas por la corriente del 59. Tampoco le temió a los bordes del cine, derribando constantemente las fronteras entre el documental y la ficción, así como las reglas narrativas dentro de cada uno de estos mal llamados géneros. Pero, por encima de todo, Sara nunca quiso despojar de magia a la mirada íntima, al testimonio individual, a la acción irrepetible de quien es persona dentro de un movimiento que pelea por lo colectivo.
Desde aquí y explorando su inclinación por la diversidad en cuanto a temas y a formas, nos detenemos en esta ocasión en dos cortometrajes en los cuales esa, su ambición sin medida aparente, se revela con toda su fuerza.
Guanabacoa, crónica de mi familia (14’, 1966) es un cortometraje documental en el que Sara Gómez vuelve la cámara hacia su propia historia, enmarcada en el distrito de Guanabacoa, en La Habana, donde creció. A través de fotografías de archivo y estampas del barrio, su gente, su paisaje, su latido social, la cineasta reconstruye el tejido familiar que la precede. En ese recorrido, se detiene en dos mujeres: su madrina y su prima Berta, con quienes entabla una conversación más profunda, dejándonos entrever no solo sus memorias, sino también los ecos de una estructura social que atraviesa generaciones.
A pesar de su corta duración, Guanabacoa es una de las piezas más reveladoras de la mirada autoral de Gómez. Años antes de adentrarse en obras más extensas (que no necesariamente serían más complejas) la cineasta despliega aquí una exploración política y formal que cautiva tanto la sensibilidad como la mirada crítica de quien la observa.
La secuencia inicial nos sitúa de inmediato en su universo temático: sobre el escenario, un grupo de hombres toca música; en el público, las mujeres, espectadoras por costumbre, se abanican, conversan entre ellas, miran distraídas hacia los lados. En ese pequeño gesto cotidiano, Gómez expone con sutileza la persistencia de una separación de género. Y en esa imagen ya intuimos varios de sus principales intereses como cineasta. El primero: el interés por los márgenes, las minorías, los espacios excluidos. De ahí su detenimiento en las mujeres, las personas negras, las y los rebeldes… El segundo, la música como columna vertebral de los barrios cubanos, como pulso ineludible de la vida social y cultural, un elemento que recorrerá su filmografía tanto en el espacio diegético como en la construcción misma de su discurso cinematográfico.
El tercero: la manera en que lo colectivo sólo puede entenderse a través de la singularidad. El barrio, la Sinfónica Nacional, la familia… cada conjunto es también un entramado de historias individuales. Cuando Gómez nos presenta una a una las fotografías de sus familiares, no los reduce a figuras en un álbum: menciona sus nombres, los muestra de bebés, juega con la construcción de sus identidades. Y en ese gesto, su voz en off se vuelve un puente. Nos dice: mi padre, mi abuela, mi madrina, mi prima… Enuncia la pertenencia, pero también la mirada personal sobre quienes, antes que ella, moldearon ese espacio de recuerdos.
La afirmación del “yo” como sujeto crítico, pero siempre en busca de conexión con los demás, es el cuarto gran eje de la mirada de Sara Gómez. Este dispositivo documental le permite jugar con imágenes e ideas, explorando libertades y extravagancias incluso dentro del molde de los “documentales didácticos” impuestos por el sistema político que la enmarcaba.
Los dos encuentros que componen más de la mitad de este cortometraje son vivo ejemplo de cómo llevar de manera versátil y creativa el dispositivo documental de la entrevista. La conversación con la madrina, a dos cámaras, se enfoca en el gesto de la escucha: en el plano general observamos a Sara, con su reconocible mirada generosa puesta en la madrina que fuma en su mecedora y nos cuenta su lugar en el barrio como mujer negra. No interviene directamente durante la conversación, sino que lo hace a través de una voz en off, pensada, pausada, juguetona. Mientras intercala imágenes de una misa resuelve que su madrina no iba al baile “porque era una señorita decente, como lo es ahora” y efecto aquellos bailes eran “sociedades para negros, para ciertos negros”. El discurso de Sara contiene los rasgos de lo que desde la Tercera Ola del Feminismo llamamos interseccionalidad, o la evidencia de que no hay justicia social posible sin comprender la complejidad de los sistemas de poder, en los cuales se cruzan opresiones que no solo tienen que ver con la clase, sino también el género y la raza.
La entrevista con Berta, su prima preferida—"porque ella sí no tiene complejos"—es donde la cámara encuentra su mayor libertad. La primera imagen de Berta, luminosa e inolvidable, la muestra asomándose por un balcón, vestida con una falda blanca, como si emergiera de un ensueño. Luego, la cámara en mano la sigue en un recorrido cotidiano y fluido: cruza la cocina, saca comida de la nevera, sirve un vaso de cerveza fría a su interlocutora fuera de cuadro y se bebe otro. No hay sonido directo, solo música instrumental. La vemos hablar sin oírla, entregándonos por completo a sus gestos suaves, divertidos y elocuentes.
Sara se retira de la imagen y del sonido, cediéndonos el espacio para sumergirnos en Berta. Y así, la dejamos ir: la vemos alejarse entre los callejones de Guanabacoa desde el mismo balcón en el que la encontramos. La madrina es el relato del pasado; Berta, la posibilidad desacomplejada del presente. La cámara no logra atraparla, la entrevista fracasa como dispositivo porque su libertad no se puede traducir en palabras. Solo puede sentirse, atendida con el cuerpo y los sentidos.
Es en esa libertad femenina anhelada donde Gómez se detiene en Mi aporte (35’, 1969). Con un tono más abiertamente político, este cortometraje—centrado en el papel de las mujeres en el trabajo—es quizás una de sus obras más provocadoras para la época. La pieza inicia con una mujer que, micrófono en mano, asume el rol de reportera y entrevista a varias obreras de una fábrica de azúcar. Pronto, dos voces en off irrumpen en la escena: una masculina y una femenina, ambas con el clásico tono instructivo, enmarcando el debate dentro de la narrativa oficial… sin llegar a serlo.
Las entrevistas continúan, abarcando mujeres de distintas profesiones y estratos sociales. Poco a poco, las preguntas dejan de centrarse en su aporte como trabajadoras y se dirigen hacia las renuncias que implica su incorporación al mundo laboral. “¿No has tenido problemas con tu esposo por incorporarte al trabajo?”, pregunta la reportera en un momento clave. La reacción es inmediata: risas compartidas entre las obreras, una complicidad tácita que atraviesa la pantalla y se instala en el pacto que asumimos como espectadoras. La risa es el escudo de una verdad que ya intuímos.
La exclusión social de las mujeres es sistemática, y la directora nos expone las razones: la Revolución integró a las mujeres en los programas de identidad nacional y de hombres revolucionarios, pero olvidó las particularidades del género femenino con excepción de aquella que garantiza la jerarquía en la que el hombre siempre tiene la última palabra. Hasta el momento presente el sistema ha fallado en integrar modelos de cuido que permitan que las mujeres trabajen dejando a sus familias en lugares seguros. El trabajo doméstico no se considera trabajo, y las mujeres hacen dobles jornadas: en la fábrica y en sus casas. Los hombres las juzgan de vagas y perezosas, por expresar cansancio.
Y aquí la última y más importante clave: los roles de género y sus jerarquías siguen estando en la base de la identidad de las y los revolucionarios. Los hombres no asumen el cuido y el trabajo doméstico pero las mujeres sí integran el trabajo obrero y campesino. El poder estructural en la esfera de lo íntimo se evidencia todavía en la falta de libertad individual de las mujeres: si los maridos no quieren que las mujeres trabajen, no queda más que quedarse en casa.
El clímax discursivo de la pieza se alcanza en el debate que tienen un grupo de compañeras militantes en un salón, del cual participa la misma Sara. La discusión acalorada tiene que ver con la exploración en voz alta de los deseos de cada una en cuanto a trabajo y familia. Aquí Sara se vuelve a colocar, como en muchas de sus obras, en el lugar de escucha generosa, pero esta vez crece y se permite participar con vehemencia.
“Yo he tomado la decisión intelectual de abstenerme: yo renuncio al hogar constituido y a la maternidad porque prefiero tener una vida intelectual creadora que atenerme a la alcoba y a la cocina” manifiesta una de las compañeras, asegurando así que una decisión es excluyente de la otra. Sara interviene efusivamente: “Limitar así tus funciones significa que no te realizas plenamente. No se puede cambiar una frustración por otra.”
Y así lo hizo Sara en su vida real: se indispuso a renunciar a nada y le plantó con su existencia un desafío a la frustración femenina, de clase y de raza, de su época. Agnès Varda asegura haber vuelto a tener una conversación con Sara alrededor de esta pregunta: ¿cómo ser madre y hacer cine a la vez? Tal vez se trate de olvidar la campaña de la renuncia y del sacrificio para volverse a apropiar del deseo. Está bien quererlo todo, es más, hay que quererlo todo.
Esa avidez de conseguirlo todo alimentada por la ilusión de que todo es posible es lo que hace de Sara Gómez más revolucionaria que los revolucionarios. Porque quiso para el proyecto de justicia e igualdad tanto como lo quiso para ella misma. Quiso incluirlos a todos y todas, quiso incluirse ella y quiso compartir miradas desde la generosidad de su rostro. Me atrevo a decir que es ahí donde radica la potencia política y poética de su cámara: en la exploración de los márgenes como un deseo de abarcarlo todo, como la única forma de comprender la diferencia. Porque luchar contra el poder no es solo enfrentarlo, sino entender que se sostiene en la inercia de la masa, no en la intensidad de las singularidades.
Sara Gómez filmó esas singularidades — las pequeñas fisuras en el relato oficial, los gestos individuales que escapan a la norma — porque sabía que en ellas germina la empatía. Y la empatía, lejos de ser un sentimiento blando, es el cimiento de una comprensión más compleja y urgente: que la justicia no nace de una idea abstracta de lo colectivo, sino del reconocimiento concreto de quiénes lo conforman, de las voces que han sido silenciadas, de las historias que nos obligan a repensar por dónde empieza, en realidad, el bienestar común.
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